¡Por Dios, señora condesa! ¿Os dais cuenta del crimen que estáis cometiendo? Habéis osado corromper a vuestro tierno e inocente retoño iniciándole en el más nefando de los vicios, la lectura. [...] Sabed que una vez encenagado en la lectura, vuestro pobre hijo ya no se detendrá ante ninguna fechoría: se atreverá a pensar por sí mismo, desobedecerá a los farsantes aunque lleven ropón hasta los pies, intentará descubrir las causas del mundo físico y social que nos rodea en lugar de repetir las jaculatorias usuales y quizá hasta llegue a convencerse de que un buen comerciante o un buen tejedor son personas más útiles a sus semejantes que un rufián de apellido ilustre o un general de caballería..[...].
(Savater, Fernando. 1993).
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